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lunes, 21 de julio de 2014

Ricardo Rojas: "Epílogo sobre la Restauración Nacionalista" (1 de enero de 1922)

La primera edición de este libro apareció en 1909, y en el prólogo de la misma expliqué el origen de la obra. Doce años han transcurrido desde entonces, y habiendo cambiado tanto las circunstancias ambientes, creo necesario nuevo prólogo para esta segunda edición. Dejé pasar el tiempo sin reimprimir el libro, desoyendo incitaciones de lectores y libreros, porque aguardaba para hacerlo una ocasión propicia, que tal vez ha llegado. El editor D. Juan Roldán se propone reimprimir todas mis obras, y en la serie debía necesariamente entrar La restauración nacionalista, cuyos viejos ejemplares suelen andar de mano en mano gracias al préstamo amistoso, o aparecer de tarde en tarde a un alto precio en las librerías de lance. Entre mis obras, ésta es una de las que han alcanzado éxito más sostenido, ruidoso y extenso; de ahí que sea menester, al reimprimirla, informar al lector sobre su discutida historia. Nació este libro de una misión que me confió el Gobierno argentino para estudiar el régimen de la educación histórica en las escuelas europeas. Cumplí el encargo, regresé ami país, presenté el informe y, bajo el título de La restauración nacionalista, dicho informe, impreso oficialmente, fue repartido gratis a los maestros y publicistas de la República. La doctrina de esta obra venía a herir tantos prejuicios e intereses en nuestra sociedad, que de todas partes surgieron voces apasionadas para fustigar al autor. Entre esas voces, no fue la menos mortificante la que en Tribuna (periódico de tradición) se deslizó bajo la forma de una displicente bibliografía, poniendo en duda mi sinceridad, y diciendo que acaso yo defendía a la patria porque el Gobierno me había pagado para que la defendiera. Soporté en silencio la injuria porque me propuse desde el primer instante no polemizar sobre este libro, dejando que él solo se abriese camino entre la discusión pública, pues estaba seguro sobre el destino que lo aguardaba. Años más tarde vino a mi casa, para pedirme un servicio, cierto periodista extranjero aquí avecindado (que yo sabía era el autor de aquella bibliografía anónima) y, cuando lo hube servido, le hablé del ingrato asunto; él se excusó, respondiendo que no había tenido la intención de ofenderme, y que su suelto era una de esas cosas a vuela pluma, sin meditación ni información, que a veces publican los periódicos. A pesar de ello, quiero contar en este prólogo lo que a mi glosador le dije entonces. Sobre la apasionada sinceridad de mi doctrina nacionalista, no necesito defenderme; el resto de mi obra revela en qué fuentes morales se ha nutrido mi predicación. Pero en cuanto a La restauración nacionalista, que nació de un viaje a Europa y fue en su origen un informe oficial, deseo contar toda su historia. Yo era funcionario del Ministerio de Instrucción Pública cuando realicé mi viaje a Europa; el Gobierno me dio licencia para el viaje, pero sin goce de sueldo; no cobré un solo centavo de honorarios por mi trabajo; y ni siquiera fue puesto en venta mi libro. Cobrar honorarios del Estado, aun por trabajos oficiales que no se hacían, era la tradición de nuestro país, sin embargo; y para mayor contraste nos hallábamos en vísperas del Centenario cuando los millones corrían de mano en mano, a nombre del más desinteresado patriotismo. Diré todavía más: la iniciativa de mi comisión no fue del Gobierno, sino mía, y la pedí porque siendo yo entonces un autor novel, buscaba una ocasión de resonancia para decir mis verdades. No se comprende de otro modo aquellas palabras que estampé en el prólogo de la primera edición: «Este informe no podía ser documento que holgando esfuerzos en burocrática inepcia comenzara por el “vuestra excelencia” ineludible y terminase con el “Dios guarde” sacramental. Autor, no habría podido circunceñirme en ello, ni por la índole del asunto, ni por mi idiosincracia, que gusta de una pasión personal en las obras de la inteligencia…». Confesaré, finalmente, que mi informe manuscrito no fue leído por nadie en la Casa de Gobierno; el ministro de entonces lo guardó en un cajón de su escritorio; y acaso allí hubiera quedado, a no ser mi súplica de que me lo devolviera, y me permitiese imprimirlo en los talleres de la Penitenciaría Nacional, para que los maestros pudiesen conocerlo. Así se hizo, y durante varias semanas trabajé a la par de los presos, que me tomaron gran simpatía, consiguiendo de sus manos un volumen estampado con amor y con elegancia. Dado ese carácter precario de La restauración nacionalista por su origen ocasional, había en su forma primitiva dos materias visiblemente yuxtapuestas: una de simple información objetiva, puramente didáctica, sobre los métodos de la enseñanza histórica en las escuelas de Europa (capítulos II, III, IV y V), y otra de crítica personal, acentuadamente política, sobre nuestra educación frente a la crisis de conciencia argentina (capítulos I, VI, y VII). De ahí que aquellas dos partes, accidentalmente unidas en el informe, según aparecieron en la primera edición, hayan debido ser separadas al hacer esta edición definitiva, que bajo el nombre de La restauración nacionalista contiene lo que directamente le atañe: el problema de las humanidades modernas (historia, geografía, moral e idioma), correlacionadas en sistema docente para una definición de adoctrinamiento cívico, tal como, según mi opinión (que desde entonces no ha variado), lo requieren las condiciones de nuestro país. Así es el volumen que hoy aparece, formado con los capítulos I, VI y VII de la primera edición, y separado de los que versan sobre metodología en las escuelas de Europa, con los cuales formaré otro volumen bajo este título pertinente y concreto: La enseñanza de la historia, de especial interés para los pedagogos. Gracias a esta separación podrá verse mejor cómo La restauración nacionalista no aspiraba a fundar su empresa cívica en la exclusiva enseñanza de la historia, sino en un sistema complejo de historia, geografía, moral e idioma, o sea en lo que llamé «las humanidades modernas». El cabal discernimiento de dichas ideas es de importancia para la crítica de esta obra, porque de su confusión provienen muchas absurdas objeciones que han sido formuladas contra mi sistema didáctico. Se ha dicho, en primer término, que yo pretendía hacer de la historia escolar una fábrica de pueriles leyendas patrióticas; sin embargo, todo el primer capítulo de este volumen es una réplica a esa concepción de la historia, falsa como ciencia, peligrosa como política. Se ha dicho, en segundo término, que yo pretendía dar a la historia un sitio privilegiado en los planes de estudio; sin embargo, todo el libro es la demostración de la dependencia en que la historia se halla respecto a la geografía, la moral y el idioma, hasta formar una sola disciplina dentro del humanismo. Se ha dicho, en tercer término, que yo pretendía posponer la educación física y los estudios científicos; sin embargo en el parágrafo 5 del capítulo I se emplaza a las humanidades, susceptibles de entonación nacional, entre las otras dos disciplinas, universales por definición, de las cuales no trato, precisamente porque no les discuto su importancia ni su carácter. Se ha dicho, en cuarto término, que yo pretendía crear en la escuela, por medios artificiales e intelectuales un sentimiento que nace de la naturaleza; sin embargo, en el parágrafo 3 del capítulo I establezco la diferencia que hay entre el patriotismo instintivo, que es sentimiento natural, y el nacionalismo doctrinario, que es método social, del propio modo que en el último capítulo insisto sobre la ineficacia de la escuela como hogar de la ciudadanía, si no la rodea en la sociedad una atmósfera colectiva impregnada de idénticos ideales. Con estos esclarecimientos precisos, espero que mis nuevos lectores no repetirán la confusión en que algunos lectores de hace dos lustros incurrieron dándose a la innecesaria tarea de refutarme. Por aquí llegamos a la oportunidad de otra confidencia que concierne al tema y al nombre de La restauración nacionalista. Si hubiera atendido solamente a su doctrina didáctica, este libro pudo haberse llamado Las humanidades modernas; pero tales disciplinas (diversas del humanismo clásico y de las ciencias físico-naturales) habían sido estudiadas en mi obra en cuanto son resorte pedagógico de un ideal filosófico más vasto; la nacionalidad como órgano de civilización por donde el libro se desdobló ante mi espíritu, descubriendo su faz política y su intención polémica. Atento a ello, hube de llamarle La restauración idealista, o bien El renacimiento nacionalista; pero desistí de ambos nombres y de los dos hice un tercero, el que adopté, prefiriéndolo con juvenil simpatía precisamente por su tono alarmante, inactual y agresivo. Yo tenía veinticinco años cuando viajé por Europa, y apenas dos años más cuando estas cosas pasaban. Además, mi propósito inmediato era despertar a la sociedad argentina de su inconciencia, turbar la fiesta de su mercantilismo cosmopolita, obligar a las gentes a que revisaran el ideario ya envejecido de Sarmiento y de Alberdi; y a fuer de avisado publicista, sabía que nadie habría de prestarme atención si no empezaba por lanzar en plena Plaza de Mayo un grito de escándalo. Ese grito de escándalo, eficaz en su momentánea estridencia, fue el nombre de La restauración nacionalista, que no corresponde estrictamente al contenido de la obra y que habría de atraerme, como me atrajo (¡oh, bien lo sabía de antemano!), todo género de arbitrarios ataques. Lo menos que algunos pensaron fue que yo preconizaba la restauración de las costumbres gauchescas, la expulsión de todos los inmigrantes, el adoctrinamiento de la niñez en una patriotería litúrgica y en una absurda xenofobia. Después se ha visto que tal cosa está en oposición a mi pensamiento; pero ha sido necesario para ello que el tiempo pasara, que la serenidad volviese, que se leyera bien lo que al respecto digo en el capítulo final, y que ilustres exégetas europeos enseñaran a mis compatriotas la verdad, mostrando de paso la injusticia que con este libro se cometía. En efecto, cuando La restauración nacionalista apareció en 1909, un largo silencio sucedió a su aparición de un extremo a otro del país. Los principales diarios de Buenos Aires ni siquiera publicaron el habitual acuse de recibo. Las más altas personalidades de la política y las letras guardaron también un prudente mutismo. El Gobierno de la Nación, a quien había presentado gratuitamente la obra, no consideró del caso agradecérmela, aunque fuera con una nota trivial. Predominaba en toda la República esa actitud de escepticismo y egoísmo que el último capítulo del libro señala en un cuadro recargado de sombras pero no exento de verdad. Salvo unos pocos amigos míos muy queridos, nadie se solidarizaba públicamente con la nueva doctrina. En cambio me llegaban por buenos medios los rumores de la murmuración injuriosa, y al fin la prensa de partido empezó a hablar, pero en descrédito del autor y del libro. Una mano diligente fue recogiendo lo que entonces se escribiera. He revisado en estos días ese cuaderno de recortes, y me ha producido una impresión de comicidad al ver cómo, partiendo de diversas posiciones, coincidieron en sus ataques La Vanguardia, marxista; La Protesta, ácrata, y El Pueblo, católico. Era la tácita colisión de los intereses heridos. Luego osaron protestar algunos periódicos burgueses de colectividades extranjeras confusamente alarmados. Sobre todo ello, que no era crítica, sino reacción pasional, predominaban los más crasos errores en la interpretación de mis ideas. Yo guardaba silencio, como lo he guardado hasta hoy, dejando que la opinión pública se despertara. Aquellas injusticias yo me las había buscado con el agresivo título de mi obra; así ha de endurecerse la lanza en la moharra para herir más adentro; así ha de aguzarse el barco en la proa para hender más fácilmente las densas aguas del mar. En ello estábamos cuando empezaron a sonar las primeras palabras de justicia, y éstas llegaban de los más altos pensadores europeos. A los comienzos del año 1910, La Nación publicó varios artículos de Unamuno que comentaban mi libro: «¿Cómo no he de aplaudir estas predicaciones idealistas de Rojas –decía el solitario de Salamanca–, yo que apenas hago otra cosa que predicar idealismo? ¿Y cómo no hericardo-rojas-la-restauracion-nacionalista-pena-lillo-ed_MLA-F-139422926_1169  de aplaudir su nacionalismo, yo que, como él, he hecho cien veces notar todo lo que de egoísta hay en el humanitarismo? He de repetir una vez más lo que ya he escrito varias veces, y es que cuanto más de su tiempo y de su país es uno, más es de los tiempos y de los países todos, y que el llamado cosmopolitismo es lo que más se opone a la verdadera universalidad». En diversos pasajes, Unamuno parteaba y esclarecía mis ideas fundamentales sobre historia, sobre humanismo, sobre cosmopolitismo, sobre patriotismo, sobre cultura, aplaudiendo siempre la tesis del libro, que tendía simplemente, según él «a fundar la durable y verdadera independencia espiritual», declarando que el autor de La restauración nacionalista continuaba la obra de Sarmiento, Alberdi, Mitre y otros grandes conductores de su pueblo, aunque esa obra revisa el ideario de dichos antepasados. «Bien, amigo Rojas –exclamaba por ahí el vasco intrépido–, bien, muy bien. Y si la ironía canalla se ceba en usted como alguna vez se ha cebado en mí, y en una u otra forma lo llaman macaneador lírico o cristo, mejor para usted. No haga caso de la envilecida malicia metropolitana. Aspiremos a que se nos ponga bajo el divino nombre de Quijote. ¡Bien, muy bien, amigo Rojas, y firme y duro en la pelea, que siempre se gana!» Todo esto dicho con frases tomadas a mi propio libro y publicado en La Nación, pero hablando como si hablara sólo conmigo y no con sus lectores, alborotó el avispero e hizo un inmenso bien a la difusión y a la comprensión del libro. Tras de los repetidos y detonantes artículos de Unamuno en La Nación, apareció en La Prensa un extenso estudio de Ramiro de Maeztu, datado en Londres, ciudad universal. «El asunto de La restauración nacionalista –afirmaba Maeztu– es y será por muchos años el eje de la mentalidad argentina. Y diría que de la mentalidad universal desde que los griegos realizaron el maravilloso descubrimiento de la idea de que en un Estado, fundado en la libertad de sus miembros, el problema fundamental de la cultura es el de la sociedad, el de la coexistencia armónica de los ciudadanos, el del ideario común que hace fecunda esa convivencia.» Luego el esclarecido autor de La crisis del humanismo, entre glosas de certera exégesis y franca adhesión al sistema docente y a los propósitos civiles de mi obra, decía del escritor argentino entonces mal comprendido en su país: «¿Necesitaré expresarle mi aplauso al verlo alistarse en una bandera que es forzosamente la de cuantos hombres de cultura ha habido en el mundo?, ¿necesitaré recomendar el examen atento de su informe si digo que ya no es posible la existencia de un pueblo inconsciente, sobre todo si se trata de un pueblo regido por instituciones democráticas?» Después del juicio de Maeztu, que ratificaba el de Unamuno, la batalla parecía ganada por mi libro, al menos en el terreno de la discusión filosófica, cuando por ese mismo año 1910 llegó desde Montevideo otra voz latina bien conocida de nuestra juventud: la voz de Rodó, que me decía: «…He leído ya La restauración nacionalista, y ahora la tengo a estudio, no sólo porque el tema me interesa, sino porque su libro es de aquellos que, después de leídos, merecen ser estudiados, es decir, leídos de nuevo y con reflexión… Ya sabe usted cuánto concordamos en cuestiones fundamentales y con qué simpatía debo acompañarlo en su tesis –el carácter nacional de la enseñanza– opinando, como opino de antiguo, que hay necesidad vital de levantar sobre la desorientación cosmopolita y el mercantilismo una bandera de tradición y de ideal. […] Deseo que en su país se mida y atienda toda la importancia de su patriótico esfuerzo». Luego, pues, según, la opinión de los más altos maestros de cultura en los pueblos hispanoamericanos, La restauración nacionalista no preconizaba una regresión a la barbarie. Unamuno, Maeztu y Rodó escribían en español; su palabra podía parecer sospechosa. Necesitaba ver yo tranquilizados a los socialistas y a los extranjeros aquí residentes, que continuaban sin entender mi libro y entonces fue cuando Enrico Ferri, socialista italiano, y Jean Jaurés, socialista francés (dos maestros a quienes yo no conocía personalmente), vinieron a dar conferencias en el Odeón, ofreciéndonos, a mí y al país, la sorpresa de comentar este maltratado libro, manifestando explícita adhesión a mi doctrina didáctica y a mis ideales políticos. Ferri, en septiembre de 1910, dijo en su conferencia: «Ricardo Rojas, che e stato in Europa a studiarvi la condizione delle scuole, ha publicato un uso informe che e chiamato: La restaurazione de la coscienza nazionalista. Ebbene, in quel volume noi abbiamo trovato la presenza di un chiaro e preveggente pensiero e la visioine netta del dovere che alla Argentina s’impone. E noi tutti abbiamo interesse che l’Argentina, non avendo saputo premunirse a tempo, dovesse titornare al periodo della sua febre politica, non solo essa ne risentirebbe il danno,ma esso si repercuterebbe sull’Italia, su tutte le nazione; perche tutti risentono l’influenza di un morbo che si manifesta in un punto dil gran corpo sociale. Ecco perche quando noi veniamo qui, non lo facciamo sottanto per voi che pure amiamo, ma lo facciamo anche per noi…». Y Jaurés, en septiembre de 1911, dijo en su conferencia: «L’internacionalisme n’est pas le cosmopolitisme. Pour être vigoureuse l’action internationale supose des nations conscientes. Le cosmopolitisme est un deraciné qui n’a que des interêts flottantes […] S’il est ansi, comment, avec les elements multiples dont vous disposez en Argentine, ne constituez-vous pas une democratie nationale la plus claire la plus une… “Vos universités se preoccupent du probleme. J’ai entendu quelques-uns de vos maîtres dire que ce serait le rôle du haut enseignement argentin de constituer la nationalité argentine en offrant á tous un ideal commun… Vous savez que des maîtres de votre pays ont été delégues par le Ministere de l’Instruction Publique, pour étudier, en Europe, la façon dont etait l’enseignement de l’histoire… Ansi vous pouvez el devez dire –suivant la definition de Ricardo Rojas– qui l’enseignement national habitue les esprits á s’interesser au passé et à l’avenir de al Nation…”». La conferencia de Ferri se publicó en la Patria degli italiani; la conferencia de Jaurés en Le Courrier Francais; y aquellas dos autorizadas opiniones me rehabilitaron a los ojos de muchos socialistas y de muchos extranjeros que en el primer momento habían recibido con alarmas mi obra. Las polémicas y comentarios provocados por La restauración nacionalista dentro y fuera de la República han sido tantas, que no cabría en este prólogo la enunciación de toda su bibliografía. Con sólo el material llegado a mis manos podría formar un grueso volumen, que no carecería de interés para la historia de las ideas argentinas, y que a la vez sería precioso documento de cómo el ideal enunciado en un libro pudo propagarse o transformarse en una interpretación colectiva. Esta obra, nacida en disidencia con una tradición intelectual y con un ambiente político inmediato fue primeramente negada, incomprendida, discutida; pero finalmente se dividió la exégesis en una versión fiel, y en otra, que bajo el nombre de nacionalismo, se apartaba sin embargo de ella. Este libro es llevado y traído, desde hace dos lustros, en nuestros debates políticos, estéticos y pedagógicos, pues todos estos problemas son discutidos en él. Si algunos lo invocan para fines de utilidad banderiza o de violencia xenófoba, no es mía la culpa, ni puedo yo evitarlo. Hay una diferencia fundamental entre lo que es la doctrina de esta obra como iniciación teórica de nacionalismo y lo que puedan ser las interpretaciones ajenas en los varios matices de la acción militante. Me interesa que se perciba esta diferencia, y guardo sentimientos de gratitud para todos aquellos compatriotas que en diversas formas han contribuido a la difusión y defensa de mis verdaderas ideas. No pongo aquí sus nombres, porque siendo ellos numerosos lamentaría omitir a algunos. Yo había sentido la primera intuición emocional de este libro cuando era un adolescente, al venir de mi provincia mediterránea a Buenos Aires, y Rojas Ricardo experimentar, como hijo de El país de la Selva, el primer contacto con la ciudad cosmopolita, informe y enorme; habíalo concretado después en doctrina al contemplar el espectáculo de civilizaciones seculares en pueblos homogéneos tal como las describí en mis Cartas de Europa; y por fin habíalo desarrollado dialécticamente a propósito de nuestra educación, obedeciendo a una voz interior que me mandaba escribirlo. Este sistema de ideas, que por azar apliqué primero en La restauración nacionalista a nuestros problemas de educación, lo apliqué luego a nuestra formación étnica en Blasón de Plata, a nuestra emancipación democrática en La Argentinidad, a la evolución de nuestra cultura en la Historia de la Literatura Argentina, y preparo dos libros nuevos en que lo aplico a nuestra economía y a nuestra estética, fundamento y coronamiento de la vida civil. Con ello habré aclarado del todo muchas ideas de las que sólo hay esbozos en La restauración nacionalista, incorporando más directamente su espíritu a los problemas actuales de la política y del arte, según lo he venido insinuando desde años atrás en fragmentarios trabajos, como El Arte americano y Definición del nacionalismo, que serán también reunidos en series y presentados al lector en volúmenes análogos al presente. Muchos son los amigos jóvenes que me han solicitado la reedición de este libro y de los otros que anuncio. A esos jóvenes, y a tantos discípulos ignorados, dediqué mi pensamiento en tales obras; a ellos les corresponde, por consiguiente combatir los equívocos populares sobre nacionalismo e indianismo, evitando que sea dogma regresivo o agresivo lo que debiera ser manantial viviente de cultura, en continua superación de justicia social y de belleza. Este libro y los demás que con éste se relacionan, permiten probar que no he formulado mi doctrina para defender a una clase social contra otra, ni para espolear los odios arcaicos de la xenofobia, ni para aislar a mi nación entre otras de América, ni para cristalizar nuestro pasado en los ritos de la patriotería, sino para dar a nuestro pueblo de inmigración (según me entendieron Unamuno, Maeztu, Rodó, Ferri, Jaurés y tantos comentadores eminentes) una conciencia social que haga de la Argentina un pueblo creador de cultura en el concierto de la vida internacional, a la cual pertenecemos. La buena fortuna lograda en doce años por La restauración nacionalista explica por qué hablo de ella con desusada inmodestia; es queme parece no estar hablando de mí, ni de cosa mía. El mensaje que ella anunció es hoy divisa de muchas conciencias. Estado de alma individual, ha tendido a hacerse estado de alma colectiva. La prensa, la Universidad, la literatura, las artes, la política argentina sienten ahora la inquietud de los problemas aquí planteados. Los trabajos de renacimiento idealista que proyecté en las «conclusiones» del libro han venido realizándose desde 1910, bajo los auspicios de diversas instituciones sociales. Seguir el desarrollo de estas ideas en la cultura local, queda fuera de mis propósitos en este prólogo; pero entretanto puedo decir, ante semejante espectáculo de fuerzas espirituales en plena labor, que La restauración nacionalista ya no me pertenece y que ella ha sido como predio comunal, en donde cada uno entró a cortar su leña. Mi actitud personal ante cada hecho importante, ha señalado las diferencias o concordancias que yo notaba entre las ideas del libro y los hechos de la ajena interpretación, como se lo verá en otros volúmenes. Harto ha cambiado el ambiente de nuestra patria y del mundo, desde los días ya lejanos en que escribí este libro henchido de ánimo juvenil. La reforma electoral de 1912 ha transformado nuestra política, y empezamos a practicar la democracia representativa. La guerra mundial de 1914 ha transformado la vida internacional, y empezamos a ver el ocaso de ciertos prestigios europeos. La revolución rusa de 1917, ha transformado la ilusión del internacionalismo revolucionario y empezamos a revisar los dogmas del marxismo. Tan profundos cambios, unidos a otros de nuestro progreso social, hacen que muchas frases de La restauración nacionalista –frases de simple valor polémico– hayan perdido su actualidad. Hoy no las escribiría, pero he creído que tampoco debía tacharlas en esta reedición. Así estos capítulos reaparecen fieles a su texto inicial, de no ser algún retoque para salvar erratas o para hacer más claro mi pensamiento. Larga es la senda abierta al nuevo ideal de los argentinos, y he creído que por buen trecho en el resto de la jornada, aún podría alumbrar a muchos jóvenes a la luz que hace doce años encendí en estas páginas.



























Fuente: Ricardo Rojas. La Restauración Nacionalista. Informe sobre educación. Buenos Aires: La Facultad, 1922

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